Pregón 2008

¡

¡Bienvenidos todos a las Fiestas en honor a la Virgen de La Cuevita 2008!

Antes de comenzar debo agradecer a la Corporación del Ayuntamiento de Artenara y, en especial, a la señora alcaldesa Guacimara Medina y a don Manuel Mendoza, haber puesto en mis manos el realizar este pregón que llama a comenzar estas fiestas en honor a la Virgen de La Cuevita, la madre que junta a sus hijos para celebrar tiempos de alegría.

Es para mí un honor, y también una enorme responsabilidad, a la que le he puesto letra para homenajear a todos los que tienen en su corazón las tierras altas de nuestra isla.

Quiero comenzar con un trocito de mi libro en el cual describo a modo de cuento, que es la única forma en que sé hacerlo, dónde está mi pueblo:

“Tiene mi isla, al centro, una cumbre. Desde esa cumbre, y como si de un sueño agradable se tratara, corre mi isla entretenida y alegre hasta la orilla del enorme amigo Océano. Por algunos sitios la isla se desliza por barrancos ligeritos cual toboganes, y por otros lo hace de salto en salto por laderas serias y agrestes como el semblante de los riscos”.

Cuando llegaba el tiempo de ocio, algunos niños que no podíamos vivir cada amanecer en el pueblo que estaba en aquella cumbre, cogíamos la vereda en sentido ascendente y nos veníamos para Artenara. Ese pueblo orgulloso y altivo, que nos esperaba en la cumbre cual escalador valeroso, siempre tenía un saludo y un guiño de bienvenida preparado para cada uno. Siempre ha sido así desde que tengo memoria.

Artenara es el pueblo de la familia de mi madre, Sofía, y el mismo que adoraba mi padre, Antonio.

Mi pueblo es el primer testigo de las andanzas de aquellos niños que, los fines de semana y las vacaciones, nos abrazábamos a los caminos de ida y vuelta que surcaban la isla para llegar hasta él.

Tiene mi pueblo un bonito campanario que, desde que tengo uso de razón, transporta mi alma con su sonido. Nos enseñaron a entender el sentido de sus risas y también de sus lamentos. Comprendimos que marcaba los tiempos en aquel mundo alejado de las multitudes. Sus repiqueteos transmitían alegrías y, también, algunas tristezas; pero sobre todo, marcaban los tiempos del ocio infantil y más tarde juvenil. Mi abuela Rosarito nos “amenazaba” con sus campanas. “¡Antes de que suenen las nueve… los quiero en casa!”. “¡Hasta que no suenen las cinco… no se sale, que hace mucho calor…!” “¡Venga a misa, que ya tocaron a dejar…!” Cristina, Sofía, Juanma y yo pasamos muchas vacaciones en Artenara. Había muchos niños: Juani, Elena, Luigi, Alfonso, José Alberto, Juan Carlos, Suso, Ofelia, Chema…

Nosotros vivíamos en la subida a La Cuevita. En esa casa familiar se acumulan los recuerdos de varias generaciones de niños. Cada una de ellas con sus cuitas y su particular forma de pasar el tiempo.

Hay muchos personajes en estos recuerdos de cumbres y nombrarlos a todos sería tarea ardua y, además, sabemos que la memoria es frágil y traicionera. Por eso me limitaré a recordar a aquellos que van a conformar este particular guión de la manera más adecuada.

Desde que tengo memoria he visto gigantes en mi pueblo. Sí, gigantes que fueron conformando mi modesta historia.

El primero de ellos fue José Díaz, mi abuelo. Era imponente su figura. Su gran tamaño y sus pocas palabras hacía que los niños de aquella casa le tuviéramos gran respeto… ¡y los no tan niños! Recuerdo el día que me enfadé con mis tías por los “pequeños abusos domésticos” que los mayores cometen con los de menor edad. Cristina y yo no queríamos hacer las tareas que nos fueron encomendadas y abanderamos una “rebelión” donde se alcanzaron hasta algunos golpes de fregona, y no precisamente en pos de la limpieza. Cuando el abuelo llegó de atender a tierras y animales le dije que desde que viniera mi padre le iba a decir todo lo que Inma, Isabel, Elsa y Rosi me hacían. El viejo me miró desde su atalaya, bastante alejada del suelo, por cierto, y solo me dijo: “Enséñame la carta”. Yo, que hasta ese momento me había mostrado ufana y segura de mí misma por haberle hecho frente a aquel gigante, me quedé petrificada. Mi cabeza no daba con la respuesta que había de darle. No entendí sus palabras, y eso me sobrecogió sobremanera.

Allá que cogí un poco de ese aire vital tan necesario siempre, pero indispensable ante tal situación, solo me atreví, muy bajito, a decirle: ¿qué carta, abuelo? Y él, dando jaque al rey, y sin levantar la vista del tablero, me respondió socarrón: ¡La carta que te mandó a buscar!

Fue suficiente. Se acabaron las quejas de esas y de todas las vacaciones que habrían de llegar.

Me llevaba bien con mi abuelo. Era preciso y muy seguro. Su carácter estaba aderezado con unas gotas, eso sí, contadas, de un humor socarrón que hemos heredado bastantes de entre ese gentío de familia a la que pertenezco.

Desde la atalaya de los años sigo mirando atrás y reconozco a otro gigante. Este era Pepe Juan, mi tío. El hijo de Rosarito y José.

Fue un niño al que le creció mucho el cuerpo. Fue uno de esos seres afortunados por el hecho de mantener a lo largo de su vida el más preciado don con el que nacemos y que muy pronto se empieza a perder: la inocencia. ¡Vaya peleas que teníamos Cristina y yo con Pepe Juan a la hora de volver de Cueva Canaria! Los tres discutíamos, desde que amanecía, por ver quién haría el camino de vuelta subido en la burra… ¡Tan cargada como regresaba, la pobre, con las lecheritas rebosando! Amelia nos decía que no nos comparáramos con él y siempre Pepe Juan nos ganaba la partida. Yo no entendía por qué no habría de compararme. ¿No sería que ese gigante no debería compararse con unas niñas pequeñas?

Pepe Juan siempre fue un niño grande que más de una vez nos ponía en jaque con su fuerza descomunal y su inocencia fantástica. Pepe Juan era, además, un mago del tiempo: decía haber jugado a la baraja con gente que había abandonado este mundo antes de él nacer. Y tal vez jugara… O tal vez esté jugando ahora. ¡Es lo que tiene la magia de la imaginación…!

Cuando las campanas lo anunciaban, algunas tardes de verano, nos íbamos de excursión. Inma y Amelia nos preparaban la merienda y nos daban un cartucho a cada una con el bocadillo, la pastita de chocolate y una “Mirinda”… Salíamos de la plaza y nos llegábamos ¡a la Atalaya! o, lo más lejos, a La Fuentecilla

Las niñas y los niños de aquella casa fueron siempre muy felices. Tenían unas vacaciones diferentes a las de los amigos de la ciudad. Los días en Artenara tenían olor a tomillo y a pinar, sabían a naturaleza y lanzaban destellos de colores; había muchos animalillos y buena fruta que recolectar. También hacíamos deporte, aparte de llevarle agua a las vacas, coger fruta, papas (eso sí, ¡qué coraje!, siempre detrás apañando las papas chicas…), íbamos a ver las gallinas (siempre nos daban su regalito más profundo cuando nos despedíamos de ellas). En las fiestas, contando siempre con la persona más animadora y animada que en la vida conocí, la gran Paca, nos dejábamos la piel en las carreras de sacos, en el pañuelito, en las carreras de cinta con bicicleta… Y de todas esas actividades sacó gran provecho otra gigante de mi familia. Cristina Pérez salió corriendo un buen día, Atalaya adelante, y llegó hasta la Olimpiada de Seúl y la de Barcelona, conquistando trofeos y reconocimientos por muchas partes del mundo y siempre volviendo la vista del alma atrás para divisar a su pueblo, Artenara.

Pasados los años me doy cuenta de que pocas cosas han cambiado en aquella casa de la Subida a La Cuevita. Más niños, más campanas y más gigantes. ¡Y las excursiones! Igual. En los últimos años seguimos caminando la cumbre con añoranza. Añoranza por alcanzar sus íntimas piedritas, sus más recónditos secretos y sus tesoros más ancestrales. Los amigos de caminatas son otros. Mucho aprendemos de aquellos que viven cada amanecer en el pueblo. Son nuestros particulares vigilantes de la cumbre cuando nosotros somos arrastrados a la ciudad. José Luis, Julián, Julio, Carmen y otros muchos, nos enseñan más riquezas de Artenara, que ¡mira que tiene…! Y así, con nuestro “cartucho” para la merienda, nos lanzamos a caminar la cumbre recordando los tiempos de antes y los de más atrás.

Caminando hacia adelante nos llegamos hasta los primeros días de la cumbre. Aquellos en que fue llegando gente para disponerse a desgranar el rosario de la vida en esta maravillosa tierra, cuando casi todo estaba por hacer. Artenara tiene su historia escrita en los riscos. Los habitantes siempre supieron buscar el cobijo muy cerquita del alma de las montañas y excavaron unas acogedoras cuevas que les sirvieron para llenarlas de felicidad y, también a veces, de maguas y tristezas. A cambio de un lugar donde pasar sus existencias, los habitantes eran cuidadosos con la tierra y con el cielo. Todo les era devuelto con creces. La madre naturaleza abría sus carnes y les ofrecía el sustento y sus animales eran capaces de dejarse hasta la piel por ellos.

Desde la casa de mi familia se sube a la ermita de la Virgen de La Cuevita. Ella supo elegir su morada. Su hermosa cueva es destino de peregrinos y amigos de la señora que se acercan hasta su morada para llenar el alma de la energía de las cuevas y de la compañía de tan excelsa dama.

Artenara comienza sus fiestas. Artenara se abre al mundo para ofrecerle su pasado y su futuro. El presente lo caminamos juntos.

Desde estas líneas, que conforman mi particular manera de pregonar las fiestas, quiero que mi pueblo se muestre orgulloso de cómo es. Tenemos un enorme tesoro en la cumbre y hay que darlo a conocer y conservarlo para que no se borre del hilo de la memoria que, como ya dije, es frágil y traicionera. Hay que guardar el camino de nuestros antepasados preservando la gran riqueza arqueológica que posee nuestro pueblo. Seguro que las sacerdotisas de Los Candiles y de Las Cuevas del Caballero se mostrarán orgullosas de la buena simiente que dejaron en estas tierras, así como también lo estarán el resto de los canarios de antes que nos legaron sus hermosas cuevas que con tanto sacrificio arrancaron del corazón de la tierra.

Y ya para terminar, y como tantas y tantas noches, nos acercamos a cualquier rincón oscuro para mirar al cielo y dejar que los astros nos enseñen su cara más exquisita como regalo a esta cumbre nuestra. Nuestro cielo nos hace ser grandes y nos enseña los caminos más vistosos que en pocos lugares derrocha tanto desparpajo.

Somos grandes, como las fiestas en honor a la Señora de La Cuevita. Somos gigantes en un mundo de riscos y así debemos pregonar a los cuatro vientos el orgullo que nos invade cuando hablamos de Artenara.

Somos gigantes como el cuarto gigante de mi relato que hace poco tomó la senda de los inmortales para adornar, con su música, las noches mágicas de Artenara. Su banda sonora más universal ya resuena por todo el universo. José Antonio, mi hermano, ese cuarto gigante, brilla más que nunca.

Camino de bajada desde la ermita, con la Virgen de La Cuevita dejando atrás por unos días su acogedora cueva, engalanamos nuestros corazones y sacamos brillo a nuestras almas para decir, voz en grito:

¡Vivan las Fiestas en honor a la Virgen de La Cuevita!

Solo resta desearles unas excelentes fiestas a todos. Son pocos los días, pero la Señora tiene que atender su cueva. Son pocos los días, pero como dice el gran escritor, premio Nobel de Literatura, José Saramago, en su libro “Ensayo sobre la lucidez”: “Los momentos perfectos, sobre todo cuando rozan lo sublime, tienen el gravísimo contra de su corta duración”. Y de eso sabemos bastante todos los que poblamos este mundo.

Solo me queda dar las gracias al pueblo de Artenara, a la Virgen de La Cuevita y a mis Cuatro Gigantes.

¡Felices fiestas a todos!

Pilar Ramos Díaz

Artenara, agosto de 2008